La justicia, ese gran ideal de
equilibrio y equidad, parece ser un privilegio reservado para quienes pueden
costearla. Mientras las cárceles rebalsan de pequeños delincuentes, los criminales
de cuello blanco disfrutan de sus mansiones y círculos de poder, blindados por
un sistema hecho a su medida. El robo de un pan puede llevar a un joven a
prisión durante años, pero el desfalco de millones suele pagarse con
conferencias sobre liderazgo y rehabilitación social. ¿Cómo es posible que el
castigo no mida la gravedad del daño real, sino la influencia de quien lo
comete?