Sin embargo, quienes han logrado dominarlo saben que el secreto no está en la suerte, sino en la estrategia. No se trata de resolverlo todo de una vez, sino de entender que cada pieza tiene su lugar, y que incluso los giros más caóticos pueden ser parte de un plan mayor. A veces, es necesario desordenar algo aún más para alcanzar la armonía. Corregir cada pequeña parte puede parecer inútil, y hay momentos en los que sentimos que nunca lo lograremos, que el proceso es largo, tedioso, agotador.
Pero cuando finalmente encaja la última pieza, todo cobra sentido. La confusión se convierte en equilibrio, el desorden en orden, el esfuerzo en satisfacción. Y el alma, por fin, puede descansar.
Entonces, basta con girarlo entre las manos una vez más para notar algo evidente: el cubo tiene múltiples caras, distintos colores, diferentes ángulos desde donde encararlo. Cada uno lo comienza por donde quiere, lo gira como puede, lo resuelve —si lo hace— a su modo. No hay una única manera de llegar al resultado final. De hecho, tampoco hay un único estado final perfecto: cada persona puede encontrar la solución que le haga más feliz.
Es entonces cuando la verdad se revela, sin palabras y sin ruido:
El cubo de Rubik es la vida misma.
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