Zoológicos humanos: Ota Benga

A Ota Benga, M. L. King y Madib

Parte 1

Escribo estas palabras solo para liberarme de esta culpa que, como una sombra que jamás descansa, me acosa desde hace tantas décadas. Sé que no podré conseguir ningún perdón ni exención alguna por el dolor que he infligido.

Es fácil juzgar los actos ajenos, y más fácil será para aquellas personas que lean las palabras de esta confesión. Y mucho tiempo después de que yo abandone la existencia física, esta carta me señalará digno de todo repudio.

Cuando joven, cuando mi reflejo comenzaba a descubrirme como un adulto, trabajaba como asistente del Dr. Samuel Verner. Él era un destacado misionero, investigador y docente de los Estados Unidos. Realizábamos tareas de investigación y estudios sociológicos sobre las culturas de diferentes pueblos nativos del continente africano y, a su vez, brindábamos distintos tipos de asistencia a esas comunidades detenidas en el tiempo.

Fuimos parte de una cantidad considerable de expediciones a "Afrique Équatoriale Française" y "État Indépendant du Congo" durante 1890 hasta 1904; año donde todo comenzó. Fue en ese mismo año exacto donde crucé camino con Ota Benga, mi víctima.

La "Force Publique" era una organización gubernamental dedicada a la conservación del orden público, orden que obtendrían a cualquier costo. El máximo referente de tal institución era la mismísima casa real de Bélgica. Siendo Leopold II el titular, quien administraba, también, el paradójicamente llamado "État Indépendant du Congo".

No es difícil suponer que el terror ha sido la forma más efectiva que una potencia extranjera tenía para usufructuar las tierras y las riquezas de una nación pobre, y sobre todo, subyugar las voluntades débiles y absolutamente indefensas de los habitantes autóctonos. La tortura, el castigo y la humillación pública han sido, sin duda, los métodos recurrentes para lograr los objetivos europeos.

Durante las redadas que buscaban adquirir nuevos trabajadores, las poblaciones negras solían escapar del hombre civilizado y de la ley divina que ellos representaban. Algunos miembros de una tribu pigmea lograron evadir a la "Force Publique", creando una vía de escape hacia el sur, escabulléndose por la ribera del río Kasai camino a los bosques ecuatoriales. Tierras que les eran bien conocidas, ventaja que les permitiría ocultarse.

La madre de Ota Benga fue una de las exiliadas. Cargó a su hijo, con su única mano, durante quién sabe cuántos días, por esos senderos plagados de alimañas y animales ávidos de carne. Muchos jamás habrían de llegar al destino, pero quien escapa no tiene tiempo para lamentos. Avanzaban dejando que los rezagados fueran capturados por la fuerza pública o las fieras carnívoras; según quien se sirviera primero.

Benga (como solían llamarlo) me contó tiempo después que su padre había sido atormentado sin piedad hasta que él mismo imploró por su propia muerte. A su madre le amputaron la mano derecha y luego la ahumaron bajo el sol como método de persuasión y ejemplificación para los trabajadores involuntarios en rebeldía.

Mientras tanto, en otro mundo lejano, en América del Norte, la tierra de la libertad se preparaba para uno de los festivales más grandes: la Feria Mundial de Saint Louis. Los organizadores estaban profundamente interesados en presentar un evento impactante e innovador... y así lo hicieron.

Llamaron a Verner y luego él me llamó a mí. Nos encomendaron la tarea que nunca debí haber aceptado. Después de ponerle precio a mis convicciones, accedí a viajar al Congo Belga en busca de nativos africanos con características dignas de ser exhibidas para el deleite del público americano. Los estudiosos de la mente humana habían concluido que ver a esas criaturas primitivas les produciría una sensación de autosatisfacción. Esto fue considerado una excelente publicidad para el evento, lo que se traduciría en lucrativos beneficios económicos.

A pesar del poco tiempo disponible para planificar la expedición, logramos conseguir el suministro y el equipo necesario, e incluso el barco que nos llevaría al continente sin dios.

Por fortuna, sin mayores contratiempos, cruzamos el océano en un viaje que parecía nunca terminar. Llegamos al continente olvidado. El capitán encalló el barco en el puerto de Matadi. Nos reunimos con un equipo de guías tratantes de negros a quienes contratamos para cumplir con nuestra tarea.

En un pequeño bote a motor, navegamos por el río hasta llegar a los bosques, donde encontramos un grupo residual de individuos que, según decían, eran aptos para trabajos largos bajo el sol. Además, poseían cuerpos pequeños baratos de alimentar. Siempre me he preguntado quién fue la primera persona en hacer esas agudas observaciones.

Navegamos durante varios días, muy atentos. Finalmente encontramos lo que buscábamos: una pequeña comunidad exiliada en medio de la miseria, una tribu diezmada de la etnia Batwa.

Al vernos, se dispersaron en todas direcciones como cucarachas. Eran comparables a chimpancés leprosos. Varios lograron escapar. Uno intentó atacarme con una lanza improvisada... sin más, disparé mi escopeta y lo maté al instante, volándole medio cráneo.

Ver las caras de terror de aquellos semi-hombres intentando de huir de nosotros me confirmaba lo alejados que estaban de la racionalidad que nosotros habíamos adquirido.

Seleccionamos a varios de ellos: jóvenes, niños, hombres, mujeres; descartamos a los ancianos y a los que nosotros mismos habíamos herido qué seguramente morirían en el viaje o de alguna infección. Gracias a nuestro Dios, lográbamos cumplir con nuestro encargo.

Ni Verner ni yo nos preocupamos por separar familias, quitarles a los hijos a las madres en nombre del entretenimiento del pueblo americano; era un acto lógico. No me preocupé por hacerlo con los cachorros de un perro, mucho menos me molestaría hacerlo con un ser negro.
Recordé a Voltaire y pronuncié una de sus frases con el fin de contrarrestar la debilidad emocional que me producían sus antropomórficas expresiones de dolor: "Dios jamás pondría un alma en un cuerpo negro y mucho menos un alma buena".
Hoy en día, discrepo de esas palabras. Los años me han enseñado que, aunque no tengan alma, son seres con vidas que deben ser respetadas; acaso, ¿No le doy de comer a mis perros?

Los tratantes de negros, que teníamos como guías, transportaron a los esclavos al puerto.
Una vez que sus cinturas estaban encadenadas y alineados en dos largas filas que iban de proa a babor, tanto a babor como a estribor, el barco nos llevaría nuevamente a Norteamérica.
A algunos tuvimos que colocarlos en jaulas individuales para evitar que se hicieran daño entre ellos y se volvieran inadecuados para la exhibición pública a la que estaban destinados.

Uno de los Batwa capturados fue Ota Benga. Tenía aproximadamente 18 años. Su carácter era ciertamente salvaje. Tal vez pretendía regresar con su gente y sus crías, fruto de su fuerte conexión con sus instintos primitivos.
Habíamos puesto un grillete en su pierna que luego encadenamos a su jaula; así nos asegurábamos de que se comportara correctamente.
A su lado, había un cubo para que lo usara durante el viaje de más de tres semanas. También le proporcionamos comida y agua diariamente. Al sexto día, demostró no comprender nuestras atenciones. Con total desagradecimiento, arrojó el cubo con sus necesidades sobre un miembro de la tripulación... y, por esa razón, dejó de recibir nuestra generosidad hasta que llegáramos a los Estados Unidos.

Entregamos la carga a los organizadores y recibimos el resto del dinero acordado.

Parte 2

Luego de ambientar las jaulas de la carga africana, la Feria Mundial de Saint Louis abrió sus puertas al público.

A pesar de todos mis compromisos, logré disponer de tiempo para recorrer el evento.
Disfruté de las deliciosas comidas y de curiosidades de todo tipo.
Por supuesto, fui a ver los especímenes que habíamos traído.
En el centro de la feria, allí, entre dos chimpancés, un gorila y otros animales, en una jaula con árboles, plátanos y platos de carne cruda ennegrecida, se encontraba Ota Benga.
Una placa proporcionaba la siguiente información de índole científica: "Eslabón transitorio más cercano al ser humano".

Los dedos de los visitantes lo señalaban y un murmullo general escondía las pequeñas risas burlonas. Mientras tanto, un profesor emocionado explicaba el origen de las especies y las maravillas del evolucionismo:
"...la apariencia general, las características y rasgos de los pigmeos del Congo... pequeñas criaturas simiescas, duendes, furtivos y traviesos... viven en los densos bosques enmarañados en la barbarie absoluta y, al mismo tiempo, exhiben muchas características primitivas en sus cuerpos, que poseen un estado de alerta determinado, quizás más inteligentes que otros simios...".
Si bien, Ota Benga no entendía las palabras de la multitud que lo rodeaba, las miradas, los gestos, las risas susurronas eran suficientes para que comprendiera el infame lugar que ocupaba.

La exposición fue un verdadero éxito en todos los aspectos posibles. Desafortunadamente, en algún momento debía concluir y, en consecuencia, las exhibiciones ya no serían necesarias para los organizadores ni para los inversionistas de la feria.
Sin saber qué hacer con ellas, se deshicieron de todas.

A Benga, por ser de raza pigmea era considerado un exotismo, fue donado para realizar con él estudios científicos.
Se tomaron medidas de cada parte de su cuerpo. También analizaron detalles profundos sobre su ser. Incluso se hicieron moldes de yeso de su cuerpo y de sus dientes limados en forma de serrucho, tradición Batwa.
Y se llevaron a cabo otros interesantes estudios sobre sus respuestas sensitivas (calor, frío, punciones y demás), sus reacciones a diferentes compuestos químicos y medicamentos de reciente descubrimiento.

Terminados los invaluables aportes científicos, llevamos a varios de los nativos africanos capturados nuevamente a su tierra.

Debíamos entregarlos al cuerpo de trabajadores de la "Force Publique"; qué siempre tiene algún trabajador qué como si de juguetes rotos siempre tenían a algún enfermo o herido que reemplazar. Pero, en el último momento, decidimos soltarlos en el bosque cerca de donde los habíamos obtenido.
Los vi correr desesperados y desconfiados, mirando hacia atrás. Esperando ser derribados por nuestras armas. Me di cuenta del terror que provocamos en ellos.
Ota Benga, entre el miedo y la felicidad, corrió como nunca. Lo seguí con la vista hasta que se perdió en la espesura de los vegetación.

Durante algunos días, permanecimos en aquel lugar. Abastecimos el barco e hicimos algunas pequeñas reparaciones.

Al cabo de una semana, en el mercado central, me encontré nuevamente con la mayoría de los pigmeos que días atrás habíamos liberado.

En fila, uno parado al lado de otro; ofertados en remate al mejor postor.
Los oferentes revisaban la salud, la musculatura de los pigmeos.
Allí, de nuevo… Como no podía ser de otra manera, estaba Benga. Exhibido otra vez. Pero ahora, como mercancía.

Me acerqué a Ota Benga. Levantó su vista pesada con mucho esfuerzo. Me reconoció de inmediato. No supo si debía alegrarse o temer.
Con sus pobres palabras del torpe inglés que había aprendido, gracias a las burlas y de los científicos, se animó a contarme lo sucedido.
En los bosques ya no quedaba nada. Su tribu había sido diezmada y asesinada como castigo por haber intentado escapar.
Su mujer y sus dos hijos habían perecido luego de las más violentas torturas. Benga no pudo contener su llanto y su desesperación por no saber las palabras para expresar su dolor.

Conmovido por esa intensa situación, juré nunca más formar parte de ningún eslabón de la cadena despiadada de la trata de africanos. Y convencí a Verner de que lo comprara a los tratantes.
Su futuro en esa tierra era lo peor imaginable…

Una vez en Nueva York, le buscamos un hogar.
El generoso Zoológico del Bronx le abrió sus puertas. Allí, junto a cuatro chimpancés, un gorila llamado Dinah y el orangután Dohung, fue exhibido bajo la denominación de "antiguo ancestro del ser humano".

El Dr. Hornaday, director del zoológico, pronunció en varias ocasiones largos discursos respecto al orgullo de contar con esa "forma transitoria de vida" en la institución que él dirigía.
Decía su placa de bronce junto a la jaula:
"Ota Benga

Especie: Pigmeo africano.
Edad estimada: 23 años.
Altura 149 centímetros. Peso 49 kilos.

Originario de las riberas del río Kasai, Independent du Congo.
Hallado por: Dr. Samuel Phillips Verner. ".

Como era de esperar, rápidamente, se convirtió en el atractivo principal.
Enjaulado, pasaba acostado en su hamaca. Con su arco y flechas disparaba a ciertos objetos como parte del show.

Su progreso era notable. Diariamente aprendía nuevas gracias.
Compartía su jaula con Dohung, quien también había aprendido mucho. ¡Hacían una dupla divertidísima!
Más de 40 mil visitantes, de costa a costa, llegaron a verlos.

La Iglesia Afroamericana Baptista interpeló al zoológico en varias ocasiones. Consideraba la exhibición humillante y racista. Decía el clérigo Gordon:
"La raza negra, nuestra raza, está lo suficientemente deprimida, sin necesidad de exhibir a uno de los nuestros junto a los simios".

Debido a las numerosas protestas, el zoológico permitió que Ota Benga saliera de su jaula.
Durante el día, caminaba entre las personas como si fuera un ser humano. Llegada la noche, volvía a su jaula para dormir en su rincón de pajas apiladas.

Con el tiempo, su actitud comenzó a empeorar. Cuando los visitantes querían tocarlo, sacarse fotos con él o hacer que uno de sus niños lo montara sobre los hombros, se mostraba agresivo y muchas veces los golpeaba o insultaba, incluso si alguien generoso le arrojaba algo de comida sobrante.
Por esta razón, el director consideró que Benga ya no era beneficioso para los fines del zoológico.
Sin más, fue expulsado.

Sin tener a dónde ir, Benga recurrió a la iglesia del clérigo Gordon, quien en realidad no tenía ningún interés por él. A Gordon, un "negro libre" no le era útil como herramienta política.

Por lo cual, Gordon lo internó en un orfanato estatal de Brooklyn, y luego se deshizo de él trasladándolo a otra institución en Virginia.

Siempre habían intentado domesticar a Benga, esta vez intentarían civilizarlo. Lo bañaron, le dieron ropa occidental y repararon sus dientes tallados. También le inculcaron la misericordiosa religión cristiana. Incluso fue inscrito en una escuela.
Se le dio un trato de ser humano; lo que es muy diferente a considerarlo uno y mucho más como un igual.

Los semi-hombres tienen un instinto férreo que no les permite razonar de forma correcta. Él prefería pasear con su arco y flecha, seguir abrazado a sus costumbres insensatas.

La falta de comida y donde vivir lo persuadió de comenzar a trabajar.
Fue empleado en una fábrica de tabaco donde realizaba tareas de mantenimiento. Lo usaban para que trepara por las poleas de las maquinarias donde nadie más podía llegar sin equipamiento de seguridad.

Durante algún tiempo siguió nuestro modo de vida occidental: rentó un apartamento y compró muchas cosas. Pero nada de nuestra cultura hubiese podido sanar sus heridas.

La tristeza, la frustración, la soledad… Se podía ver a través de sus ojos, su alma sin brillo, presa, sin nada, vacía, inerte.
La depresión lo había derrotado.

El 20 de marzo de 1916, a la edad de 32 años, Ota Benga celebró un extraño ritual pigmeo en un bosque cercano.

A mano limpia, se arrancó las coronas que le habían implantado en los dientes. Su verdadera sonrisa se mostraba ensangrentada al mundo.
Recolectó ramas, hojas secas. Con ellas, encendió un círculo de fuego y bailó a su alrededor.
Mientras cantaba en su lengua natal, los sonidos de las brasas ardiendo parecían musicalizar el momento. Las chispas disparadas desde el fuego revoloteaban como si las almas de los Batwas asesinados habitaran en ellas. Reviviendo, por última vez, los rituales de su tribu.

Tomó un arma. Sus ojos miraron al suelo, luego al cielo donde las chispas de sus ancestros aguardaban por él.
Respiró profundo y disparó en su pecho.
Así fue como murió Ota Benga, y junto a él también desaparecía su tribu, extinta para siempre.

Cada año, me acerco al lugar donde fue enterrado. Le pido perdón por la desdicha que ha padecido a causa de la ignorancia.

Quiero que sepa que su dolor y su muerte no fueron en vano. Se necesitó matar su alma y luego su cuerpo para que pudiéramos darnos cuenta.

Es hora que reparemos las vidas qué robamos. Debemos repatriar a cada negro y a toda su descendencia. Para, que lejos de la opresión del hombre blanco, puedan volver a sus chozas, a sus flechas; para que puedan correr libres alzando sus lanzas, luciendo los atuendos ligeros de sus hermosas culturas indígenas.

Mientras tanto, siento la obligación de seguir visitando, cada año, este cementerio aunque sé bien que su cuerpo ya no se encuentra en esta tumba. Pero, lamentablemente, el museo donde exhiben sus huesos queda muy lejos de mi hogar.

Jorge Kagiagian 

Ota Benga en el Zoológico del Bronx

Ota Benga en Saint Louis


Sobre Ota Benga: Wikipedia Ota Benga